martes, 24 de noviembre de 2020

A vista de pájaro


 Hay que reconocer que este otoño es diferente a todos mis otoños. Un elemento inesperado que daña las orejas y es abono para granos de acné olvidados en la memoria lejana de la juventud,  se ha instalado en mi cara la mayor parte del día. Una mascarilla, como segunda piel para evitar el bicho insano que fantasmal recorre el mundo,  cuelga del espejo de la entrada a casa. A veces me parece adivinar vida en su interior por el modo de contonearse cuando abro la puerta y luego recuerdo el aire, invisible, que me acompaña y que atrapo en mis suspiros antes de soltarme en este ruedo al que no quiero unirme.

Nada hay tan lejos de mi esencia que el vacío de un abrazo no dado. Quizás lastimosamente se ha creado un cementerio donde se hacinan por cientos, por miles, por millones los arrumacos, caricias, afectos y roces perdidos en el ataque a traición de este ser infame. Me duele adentro, recibir amigos sin la calidez que mi corazón demanda. Me duele. Me duele ese pensamiento contumaz que se precipita antes de cada acción que lleva un gesto de acercamiento: ¿hay peligro?. Me duele la duda, la sombra de duda que hace criminal a ojos del mundo, a veces a mis propios ojos, el contacto, actual culpable del contagio. 

El colibrí iridiscente sobrevuela mis pensamientos y alumbra algo sus sombras. Un pájaro diminuto con el pico largo que juega con las flores imaginarias, brotadas de la desesperación para romper el gris que acapara los mundos, mi mundo. En sus alas coloco mi corazón para acercarme al sol y ahuyentar con la tibieza de sus rayos mi miedo.